Siempre que voy caminando por las calles, o cargada de libros, de bultos con mis brazos libres solo mi cartera al hombro, me pongo a mirar a la gente que van en sus autos particulares, miro rostros, veo sus caras, y no me dejo de preguntar porque todos van tan serios como enojados, y es peor si van en pareja, pareciera que cada uno va en su mundo aparte, ni una sola sonrisa, nada, sólo mirando al frente. Yo me digo, entonces, por favor, por favor, mírenme, denme una sonrisa y díganme “¿la llevamos? Va tan cargada”. Pero eso no ha ocurrido nunca y llevo tantos años caminando.
El otro día sacaba la cuenta y creo que he dado la vuelta al mundo varias veces. Tal vez, ello se deba a que nací de pié como decía mi mamita linda. Mi vida conciente la viví en la Estación Carmelita, una de las tantas estaciones del ferrocarril que tenía la compañía inglesa-chilena Anglo - Lautaro. Saliendo de Tocopilla, era la segunda estación, primero estaba la Estación Reverso y después la Estación Carmelita, que era como un pequeño oasis en el desierto.
Era una casa hermosa, linda, mágica, llena de flores hacia la mano derecha, a la mano izquierda había una huerta con todo tipo de hortalizas. Era cosa de estirar la mano y sacar una zanahoria de la tierra, o una lechuga.
En el cerro que estaba arriba de la casa habían frutales: duraznos, membrillo, parrones de uva blanca y negra. Más arriba estaban las tunas blancas y rojas, en la parte de abajo, después de la línea del tren, había tunas y más tunas, en medio de los cañaverales.
Pero el árbol más grande e importante era la higuera, era inmensa, inmensa. Yo no sé cuántos kilos de higos y brevas daba al año, sólo sé que eran jugosos y que la gente que vivía en el campamento de la mina Despreciada – a la que Pablo Neruda menciona en uno de sus poemas – subía a pasear a mi casa a ver las flores o las brevas e higos. No creo que mi mamá las vendiera. Las flores las vendía en ocasiones especiales. A la gente le gustaba subir los dos kilómetros porque para ellos era un paseo.
También teníamos gallinas blancas, castañas y gallos que nos despertaban en las mañanas con su quiquiriquí.
Mi familia era numerosa: mi mamá, mi papá, mis otros cuatro hermanos y mis cinco primos que quedaron huérfanos de padre y madre en menos de un año. Todos éramos chicos. Los mayores tenían como 12 años. Mi papá era el sostenedor de la casa, por eso mi mamá tenía su chacra para autoabastecerse. Ella también hacía pan y ahí todos ayudábamos, tratábamos de hacer una figura distinta con la masa.
Mi casa estaba rodeada de cerros. Al lado derecho, después del jardín venían las casas de los carrilanos, los trabajadores que se encargaban de arreglar las líneas del tren. Y más allá estaba la casa del capataz, don Manuel y la señora Manuela y sus tres hijos. Nosotros, hermanos y primos, subíamos como si nada. Y yo, por lo general, sin zapatos, o con unas zapatillas de lonas. Explorábamos por todos lados buscando minas de cobre. Mi hermano Arturo encontró una que le puso “La Piojillo”. Yo un día la fui a ver con mi papá y me quedé desilusionada porque no pude ver nada, nada, nada.
El otro día sacaba la cuenta y creo que he dado la vuelta al mundo varias veces. Tal vez, ello se deba a que nací de pié como decía mi mamita linda. Mi vida conciente la viví en la Estación Carmelita, una de las tantas estaciones del ferrocarril que tenía la compañía inglesa-chilena Anglo - Lautaro. Saliendo de Tocopilla, era la segunda estación, primero estaba la Estación Reverso y después la Estación Carmelita, que era como un pequeño oasis en el desierto.
Era una casa hermosa, linda, mágica, llena de flores hacia la mano derecha, a la mano izquierda había una huerta con todo tipo de hortalizas. Era cosa de estirar la mano y sacar una zanahoria de la tierra, o una lechuga.
En el cerro que estaba arriba de la casa habían frutales: duraznos, membrillo, parrones de uva blanca y negra. Más arriba estaban las tunas blancas y rojas, en la parte de abajo, después de la línea del tren, había tunas y más tunas, en medio de los cañaverales.
Pero el árbol más grande e importante era la higuera, era inmensa, inmensa. Yo no sé cuántos kilos de higos y brevas daba al año, sólo sé que eran jugosos y que la gente que vivía en el campamento de la mina Despreciada – a la que Pablo Neruda menciona en uno de sus poemas – subía a pasear a mi casa a ver las flores o las brevas e higos. No creo que mi mamá las vendiera. Las flores las vendía en ocasiones especiales. A la gente le gustaba subir los dos kilómetros porque para ellos era un paseo.
También teníamos gallinas blancas, castañas y gallos que nos despertaban en las mañanas con su quiquiriquí.
Mi familia era numerosa: mi mamá, mi papá, mis otros cuatro hermanos y mis cinco primos que quedaron huérfanos de padre y madre en menos de un año. Todos éramos chicos. Los mayores tenían como 12 años. Mi papá era el sostenedor de la casa, por eso mi mamá tenía su chacra para autoabastecerse. Ella también hacía pan y ahí todos ayudábamos, tratábamos de hacer una figura distinta con la masa.
Mi casa estaba rodeada de cerros. Al lado derecho, después del jardín venían las casas de los carrilanos, los trabajadores que se encargaban de arreglar las líneas del tren. Y más allá estaba la casa del capataz, don Manuel y la señora Manuela y sus tres hijos. Nosotros, hermanos y primos, subíamos como si nada. Y yo, por lo general, sin zapatos, o con unas zapatillas de lonas. Explorábamos por todos lados buscando minas de cobre. Mi hermano Arturo encontró una que le puso “La Piojillo”. Yo un día la fui a ver con mi papá y me quedé desilusionada porque no pude ver nada, nada, nada.